Bibliotecas

¿Dónde puedo encontrar libros que me gusten? Esta pregunta me acompaña desde que era pequeño.
La biblioteca de mi colegio en Alcorcón abría, para el servicio de préstamos de libros, unos quince minutos después de que terminaran las clases de la tarde. Recuerdo hacer cola en la puerta, junto con otros seis o siete niñas y niños de otras clases, hasta que venía una persona a abrir la sala. La biblioteca del colegio Claudio Sánchez Albornoz de aquel entonces, o como yo la recuerdo, contaba con una única y gran librería que iba de lado a lado de la pared del fondo. El resto, mesas y sillas, puestos de lectura. Objetivamente era una biblioteca pequeña, pero a mí me parecía infinita. Estaba ordenada de una manera deliciosa, no recuerdo si por edades o por cursos de EGB, de manera que uno ubicaba rápidamente las lecturas que le correspondían, y por colecciones. Pero en realidad se podía acceder a todos los libros. Es probable que alguna vez tomara prestado uno clasificado para una edad mayor que la mía, y que lo hiciera de esa manera furtiva, como si la señora que gestionaba los préstamos me fuera a decir algo. Los préstamos duraban una semana pero se podía renovar. Recuerdo cuando renové por segunda vez «La historia interminable» de Michael Ende, del que decidí leer un capítulo por noche, y mis excusas de «es que es muy largo» para sobrellevar la sensación de estar acaparando ese libro más tiempo del debido, como si acaso hubiera una legión de niños esperando a que lo devolviera para poder leerlo. Es curioso pero fue aquí, en la biblioteca de mi colegio, donde desarrollé mi firma. Había que firmar en una ficha cada vez que uno sacaba un libro para llevarse a casa. Comencé sin saber qué hacer, escribí mi nombre y tracé un garabato, y así hasta que la maduré. Hoy firmo de esta manera porque un día necesité tener un trazo para sacar libros de la biblioteca. La verdad, no tengo la menor idea de cómo el resto de la gente desarrolla su firma, yo lo hice así.
Con once años fui al Centro Cívico de Alcorcón para hacerme el carné de la biblioteca municipal. Aquello era el paraíso comparado con la biblioteca del colegio: mucho más grande, los préstamos tenían dos semanas de duración y, por si fuera poco, ¡uno podía llevarse a casa hasta tres libros cada vez! Pero las normas de entonces decían que había que ser mayor de doce años para poder hacerse el carné de la biblioteca municipal. La persona detrás del mostrador me explicó que no podía ser y que tenía que esperar, que si por él fuera me haría el carné en ese mismo momento, pero eran las normas. Creo que aquel señor se quedó tan disgustado como yo, me dio la sensación de que no todos los días se asomaba un niño de quinto de EGB por allí soñando con llevarse tres libros a la vez para devorarlos en casa.
Cumplí doce años y volví al Centro Cívico. Aprendí pronto a desenvolverme allí, a buscar libros en los cajones de ficheros, que entonces no había ordenador. Era genial. Cogí libros de todo tipo, porque aquel lugar podía saciar la curiosidad de un niño al mismo nivel que hoy ofrece la Wikipedia o, incluso, el conjunto de Internet. Literatura infantil y juvenil, por supuesto, pero también libros sobre el fenómeno OVNI, sobre cómo interpretar los sueños o sobre el poder de la mente. Todos ellos me cansaron pronto y me pasé a la astronomía, la mitología o a los libros de ordenadores, sobre todo aquellos que incluían programas que podía luego teclear en mi Amstrad CPC 464, depurarlos, jugarlos y, después, modificarlos. Todo esto siempre acompañado de literatura, una constante en los libros que traía a casa. También cogí alguna vez cómics. Recuerdo muy buenos momentos con alguno de Tintín o Astérix, y también recuerdo coger prestados cómics en los que algún chaval usuario de la biblioteca se había dedicado a añadir dibujos a bolígrafo y escribir bocadillos con una historia alternativa soez, graciosa o semipornográfica, vandalismo de biblioteca que me produjo sentimientos encontrados: aquello no estaba bien pero, ¡vaya! había que reconocer que era ingenioso y divertido. Quizá por eso me atreví una vez a subrayar unas frases en un libro de la biblioteca que me parecieron especialmente brillantes, como para avisar a futuros lectores de que las saborearan especialmente, pero lo hice con timidez, a lápiz, y no pude evitar unos nervios absurdos cuando fui a devolverlo. ¿Y si el bibliotecario abría el libro y veía que lo que había hecho? Ahora en perspectiva, pienso que yo era el menos sospechoso de devolver algo en mal estado, a fin de cuentas era el niño que quiso entrar allí con tan solo once años.
En la biblioteca municipal del Centro Cívico de Alcorcón descubrí el estante de libros de literatura fantástica. Por alguna razón, estaban accesibles, al lado del puesto del bibliotecario, y podían cogerse directamente, sin el trámite de ir al fichero, rellenar la ficha de solicitud y entregarla. Y eso estaba genial porque uno podía explorar el dibujo de la portada o leer la sinopsis de la contraportada, en lugar de ir a ciegas sin más datos que la información mecanografiada de título, autor, editorial, año de edición (y no recuerdo si también indicaba número de páginas). La verdad es que agradecí mucho el modelo que llegaría unos años después de poder uno mismo deambular por las estanterías y coger los libros. Ya había leído a Tolkien y descubrí allí que existían muchos más libros «de esos». Leí varios de Reinos Olvidados y descubrí a Louise Cooper, pero no era sencillo ubicarse en aquel mundo de sagas y trilogías sin ninguna referencia de qué leer primero o qué leer después.
El Centro Cívico cerró, pero la ciudad estaba muy bien surtida de bibliotecas municipales. Una de ellas, en el centro cultural Buero Vallejo, muy cerca de mi casa. El modelo de poder caminar entre las estanterías me gustaba mucho más que el de restringirme al fichero, rellenar una solicitud y esperar a que el bibliotecario fuera a la estantería adecuada, en aquella zona prohibida y medio sagrada cerrada al acceso del público, y trajera tu libro. Ahora uno podía caminar por el corazón de la biblioteca. Lo que no me gustó, sin embargo, fue que tuve que hacerme un nuevo carné de biblioteca. No es que le hubiera cogido apego a la antigua cartulina azul, es que no me respetaron mi número de usuario. Yo tenía el carné de biblioteca número 10.289 de todo Alcorcón, y ahora pasaba a ser el número cincuenta mil y pico, un número nuevo que nunca llegué a memorizar y que, de alguna manera, me bajaba el estatus, me llevaba más adentro en el pelotón de lectores de biblioteca. ¡A mí, que había leído cientos de libros! Aprendí a usar el terminal de ordenador para buscar libros, pero casi siempre prefería recorrer los pasillos de estanterías, aunque tardara mucho más en encontrar lo que quería.
Vinieron otras bibliotecas después. La de la Escuela Politécnica Superior de la Universidad Carlos III en Leganés donde estudié: aunque la usaba para coger libros de ingeniería, tenía también su pequeña sección de literatura. La biblioteca de la Universidad de Reading en mi año erasmus en Reino Unido, con recursos de todo tipo, ordenadores cada dos por tres, colecciones de revistas, y con un régimen super estricto de devolución de libros con la amenaza de tener que pagar por retrasos o desperfectos. ¡Si vieran lo que les hacían a los cómics en Alcorcón! O la biblioteca de la residencia en la que me alojé, Child’s Hall, que era mucho más justita en libros pero muy agradable como sitio para estudiar. Aunque, si es por encanto, me gustó mucho más la que pude visitar en mi siguiente beca de estudios en el extranjero, en la École Normale Supérieure de Paris. Allí la biblioteca era tremenda y tenía de esas escaleras correderas que se deslizan de un lado a otro de la pared para permitir el acceso a los libros colocados más arriba, algo que me pareció maravilloso y romántico en un momento en el que ya Internet dominaba y estábamos a las puertas de la explosión del libro digital. Por aquel entonces, también, descubrí qué era eso de Bookcrossing.
Los nuevos conceptos de biblioteca, inmersa en el mundo digital, me vinieron de la mano de Luis González de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, cuando por trabajo tuve la suerte de coincidir en un proyecto con él y otros buenos colaboradores. Recuerdo la visita a la Casa del Lector que nos ofreció y sus explicaciones de lo que allí hacían, muchos pasos por delante en innovación de mi primera experiencia en la biblioteca del colegio Claudio Sánchez Albornoz.
Quizá por toda esta trayectoria me pareció a la vez tan natural y tan bonito en las vacaciones del verano pasado, en Noja, acercarme a la biblioteca cercana a la playa de Ris. No es raro que, en un conjunto de alrededor de diez días, salga uno lluvioso en esa zona de Cantabria. La excusa era poder tomar prestado algún libro infantil para mi hijo, pero lo cierto es que disfruté haciendo aquel carné de biblioteca y, simplemente, estando allí y observando los libros disponibles.
No os extrañe entonces si, cuando voy a casa de alguien, en lugar de apreciar las pulgadas del televisor, lo bonitas que son las cortinas o lo bien distribuida que están las habitaciones me pare a revisar los lomos verticales de los libros que haya colocados en estanterías o librerías. Tampoco puedo evitar fijarme en esta época de confinamiento y reuniones por videoconferencia desde la casa de cada uno, en que uno de los fondos de imagen preferidos por muchos son precisamente las estanterías de libros. Porque, quizá, a todos nos gusten las bibliotecas.

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